NEW YORK 2003

Tenía, más bien debía, es más, es lo único que todos esperábamos de ella: grande, obesa, negra, con anteojos, uniforme y gorra del New Jersey Transit; me recordó a Toni Morrison, tal vez, porque además, yo había abordado el tren en Morristown, rumbo a Penn Station, New York. Cuando se esperaba de ella “tickets please”, dijo, mirándome a los ojos “what’s your secret?”, ahí entre Chatham y Summit, mientras mi vista iba desde los jardines poblados de robles, abedules y maples añosos en las casas linderas a las vías, hasta la patilla rota y adherida al marco con cinta transparente de los anteojos del señor de elegante traje azul, camisa blanca y corbatas a rayas celestes y beiges, que leyendo el New York Times, sin inmutarse y perfumado estaba sentado frente a mí.

“Everybody has a secret”, repitió ya perdiéndose en el otro coche. Mi pensamiento iba desde los operarios latinos y sin documentación que se agolpaban en el playón de la estación de Morristown a esperar que llegaran los camiones que los llevarían a trabajar en la construcción y a la conversación durante el desayuno mantenida con Meg y su marido, demócratas y partidarios de la libre inmigración y a la que mantendría con Patricia, republicana, una “wasp” pura y orgullosa de serlo, durante el almuerzo al cual estaba yendo. Mi asombro fue tal como si al ir a ducharme, en vez de sentir el marmol, mi pie se hubiera apoyado en una superficie de plumas. Había estado pensando también, porque el pensamiento es como un racimo de uvas, mientras pasaban Convent Station, Madisoin, Chatham en el muelle de Pacheco, en la estación Anchorena, frente al río en la ciudad de San Isidro y en “El Ombú” de La Lucila, cuando intespestivamente, como una catástrofe, no del tipo caída de las torres gemelas, hundimiento del Titanic, Oscar López de Curuzú Cuatiá clavando su bayoneta en Peter Morris de Leeds y viendo como del pecho partido manaba un chorro de sangre en la batalla de Mount Longdon; sino de esos cataclismos verbales o gestuales: la mano enorme del portero de la funeraria, donde velaban a su padre, cubriendo el rostro infantil de Eva Duarte, impidiéndole la entrada porque ese era el velorio de la “familia de verdad”, o del tipo: “también murieron argentinos y no sólo judíos, en el atentado a la Amia”, como dijo un senador; o “negro de mierda” como se dice en el país, cuando se quiere agraviar a alguien. Así, de esa manera me golpeó el “everybody has a secret”.

Caminé por Broadway hasta The Strand (18 millas de libros), encontré, como siempre, lo que buscaba y mientras me dirigía a Shakespeare and Co., sólo veía icebergs. El 90 por ciento de lo que a cada uno de nosotros nos conforma, está bajo la línea de flotación. Mientras recorría los estantes del subsuelo y volvía a encontrar lo que había ido a buscar, miré a mi alrededor, y la cara de la mujer de vestido violeta, cara de por lo menos 30 años de matrimonio, que me sonrió y dijo “Hi!”, como siempre hacen los estadounidenses cuando uno fija la mirada en ellos por unos segundos más de lo que consideran necesario en el pasaje de un objeto a otro y yo sonreí y contesté de la misma manera, sobrevoló el “everybody has a secret”.

En la caja, la de violeta se encontró con la otra parte de los 30 años y otra vez Helen y Jim o Peggy y Malcolm o como carajo se llamaran y la cajera diciéndome “have a nice day” y todos los miles que caminaban por Broadway hasta Prince eran témpanos a la deriva, derritiéndose en el verano caluroso de New York. Esquivando picos nevados e imaginando que la señora que recién había pasado, guardaba escondido en el fondo de la bolsa de papel de la compra en el Farmer’s Market de Union Square, de la que sobresalían puerros y hojas de lechuga, un consolador, grueso, negro, rugoso, y que el gordo con la remera con la lengua de los Stones, caminaba “with a knife under the cloack”, con el que degollaría esa tarde, en el Bronx a su amante cubano, seguí adelante, ya sudando en ese glaciar de secretos: las ciudades como galpones de secretos, los edificios como containers de secretos, la historia universal como una enmarañada jungla de misterios.

¿Qué secretos se llevaron a la tumba mi madre y mi padre?

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Después de almorzar en Café Fanelli, en Mercer y Prince, Patricia me acompañó hasta Three Lives and Co.

¿Entonces vos crees que cerebros y corazones esconden otra realidad?

Creo, Patricia, que más allá de lo que decimos hay algo más que motiva todo lo que hacemos, y ese es el secreto, aun para nosotros mismos, quiero decir que además de mis ganas de verte y de pasear por esta ciudad que amo, hay algo que me impulsa a venir que tiene que ver con eso que llamo secreto.

Y el tuyo ¿cuál es?

Patricia subió al taxi, y con la mano como si fuera una pistola, le apunté. Sonreímos. Entré en Three Lives. Volví a encontrar lo que buscaba y caminé luego por Broadway y la 5a Avenida hasta Central Park y me tiré en el pasto mirando hacia el Plaza. Ahí nomás, a pocos metros, en el 240 de Central Park South, yo había alquilado unos años atrás un departamento. Era 31 de diciembre entonces, estaba helado después de intensa nevada. Había sido mi primera vez en New York. Estaba fascinado. La recorrí siguiendo los pasos de Peter Stillman, es decir Paul Auster me guió, como Pessoa en Lisboa, como Joyce en Dublin, como siempre Borges en Buenos Aires.

Siento a Central Park como el ombligo de New York. Tirado en el pasto, la cresta de los edificios parecen girar y me reducen a una pelusa en el pliegue de ese ombligo. Pensé en frío, en parque blanco, en noche ventosa, en soledad abyecta, en abandono, en pordioseros y en los 375 dólares que Néstor Sánchez (1935-2003), encontró en una billetera que le estaba destinada en algún lugar del parque. En ese tiempo, sólo había leído de Sánchez, “La Condición Efímera” y cuando mucho después leí “Hawthorne” que Sánchez había publicado en 1970, comprendí que “Wakefield” de Hawthorne, era Néstor Sánchez, pordiosero, cumpliendo con el deseo, que es parte del iceberg, que tras una sonrisa, los aplausos, el premio, la consagración, hace, sin embargo, que cuando menos uno se lo espera, ése, el consagrado se pega un tiro, huye al desierto, se hace vagabundo, se arroja al mar desde un acantilado, deambula por New York durante siete años, por la misma razón por la que “econtró”, Sánchez, los 375 dólares, o por similar razónpor la cual, me dedico a viajar, o el colibrí a quedarse suspendido frente a la flor de hibiscus, o el cóndor a planear dibujando un invisible laberinto en los Andes.

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