LOS CIRUJAS

Un hombre golpeado en un ojo, vestido con ropas sucias, tirado en la calle, cercano a las vías del tren, me transportó al primer ciruja que vi cuando era niño. Caminaba, entonces, aquel hombre barbado, ensangrentado en la cara, abrigado con un largo tapado gris y descalzo. Me quedé mirándolo por la ventanilla trasera del Chrysler negro que manejaba mi padre, hasta que una curva lo sacó de foco, pero no de mi impresión.

Al rato, un hombre en una motoneta, con gorra con visera salía de la sede de la Unión de Estudiantes Secundarios, en Nuñez. Un vigilante detuvo el tránsito y le dio paso.

“Es Perón”, dijo mi padre, “este tipo nos va a llevar a la ruina”. Me imaginé a los cuatro que íbamos en el auto, caminando como cirujas, esto pudo haber sido en 1953 ó 1954.

Hubo también, durante años, un hombre muy viejo, que se sentaba en un banquito plegable, abría una gran valija de cuero y exhibía pulseras, aros, relojes y así quedaba casi inmóvil, hasta el atardecer, vendiendo sus productos. No era un ciruja, pero también me parecía extraño.

Dos borrachos correntinos, que dormían en un hueco de un ombú, poblaron por un tiempo los días de futbol y escondidas. Al acostarme tenía la costumbre de rezar, en ese ritual había un ruego por ellos y otros “desamparados”.

La “Loca María” deambulaba por la estación San Isidro, siempre portando un embarazo animal. También estaba, la señora plena de bolsas y ojos celestes sentada en los umbrales cercanos a la Catedral . Tenía una sonrisa que acentuaba aún más su tristeza. Comentabanque había estado casada con un médico notable. Un día como todos los que habitan la soledad de las calles y la noche, desapareció.

Siguieron después, en los viajes de la adolescencia por los caminos de América Latina, los cientos, tal vez miles de parias callejeros que llevaban la muerte al descubierto, casi descaradamente, no así el ¿por qué? de su abandono, que muchos explicaban por la Standard Oil, la United Fruit Co., el Rock’n Roll, y yo siempre pensé que era, en gran parte por una prédica constante exhaltando la pobreza como camino hacia Dios.

Hubo uno en Londres, a la vuelta de casa, siempre ebrio, sucio, casi loco, que un día vi que lo subían a una chirriante ambulancia, tal vez al hospital o la morgue. Vi muchos en París, bajo los puentes del Sena, son los que llaman “clochards”. Eran iguales a los de las películas en blanco y negro. Fueron (son) millones en India. Abundan en New York y en zonas elegantes de Los Ángeles y San Francisco, son los mismos que retrataron Velázquez y Goya. Salvo los de la India, que parecen obedecer a una búsqueda espiritual, para mí, incomprensible o a una aceptación de un destino merecido por lo hecho en vidas anteriores, forman parte de la Comedia Humana. Son como perros vagabundos, A veces me recuerdan a Macedonio Fernández, abogado, que tras la muerte de su gran amor se echó a andar los caminos, otras a Néstor Sánchez, escritor, abandonado, errando por las calles de New York, como buscando las palabras de nuestra condición efímera.

Los cirujas tienen algo de Bartleby, de Wakefield, de Whitman. Dan la impresión de llevar sobre sus hombros todo el peso de la humanidad sin sentido. Hoy no intento comprenderlos; los acepto como la chatarra de hierro obsoleta que luego de fundida dará origen al pulido acero. Algo les produjo una herida que les impidió luchar y triunfó el abandono y después, como también les ocurre a los reyes, la tristeza y el solitario e inapenable final.

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