Es septiembre, es 1979, es Bordeaux. Estuve diez días trabajando en la vendimia en Saint Emilion. Estoy curtido, bronceado, me duele la espalda, mis dedos con apósitos por cortes con el “cicateur”. Estoy enamorado de Claire, compañera de trabajo, poetisa, estudiante de sociología. Claire era de Charente, la tierra donde se produce el Cognac. Allá nos vamos y entre cavas de piedra y telarañas colgando de techumbres que cobijan toneles y alambiques, laberintos de cobre y chimeneas de ladrillos; una noche helada y de luna llena, habíamos terminado de comer en la pequeña terraza del galpón de una granja reciclada que nos prestaron,
¿Viste al ángel, Alejo?
Lo estoy abrazando.
No en serio.
Ahora lo estoy besando, es mi ángel de la guarda.
Los ángeles son asexuados.
Creo que tienen sexo, y al menos para mí, el ángel de la guarda es mujer.
Luego algo pasó, seguimos hablando, riendo, bebiendo y nos fuimos a acostar.
No duermo profundo los días de luna fuerte. Me desperté en la mitad de la noche y Claire estaba en la cornisa de la ventana, mirando a la luna; fumaba. Me acerqué a ella.
Aquí en Charente, me cuenta, cada vez que termina la destilación, en el momento que el agua arde y se transforma en agua de vida, se produce la magia alquímica, ese instante lo conocemos como “la parte des anges”.
Nos abrazamos y dormimos luego hasta media mañana.
Nunca sé si alguna mujer me entiende cuando me refiero al aura femenina que todo hombre tiene. Detesto la palabra conquista, pero el machismo existe y la mujer desea ser conquistada. Me espanta la posesión, pero deseamos poseer y ser poseídos. La cultura nos marca un arquetipo masculino que requiere de otro femenino. Cuando el brujo de Viena dice no saber qué quiere una mujer ¿está dudando de los arquetipos o habla como un tanguero de los años 40?
Pascal Quignard se pregunta ¿qué hace madurar la música, en el corazón del músico? ¿qué infla el sexo del hombre que mira a una mujer? Es una ilusión, eso es. Eso mendiga. Por eso los amantes tienden las manos, extienden las manos uno hacia el otro, porque mendigan.
Cada vez que pienso en Francia, no se me presenta la torre Eiffel, el Louvre o un restaurante, sino el campo, Claire y yo cosechando racimos de uva y arrojándolos a una batea de plástico, un pastor arreando sus ovejas por un camino de tierra, a la vera del cual crece la “garrigue” y que se pierde en una loma que termina en una iglesia abandonada y un campesino, un jornalero, pobre, bajo, tosco y hosco, carpiendo encorvado los surcos de su quinta, solitario, vestido siempre con su ropa de trabajo azul, su boina y sus alpargatas raídas. Cuando lo recuerdo, siempre pienso en Heráclito, recostado en las terrazas de Éfesos, mirando hacia el mar, pero pensando en un río, tratando de entender.
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